La sorpresa de mamá cuando me vio llegar fue mayúscula. Yo estaba en comunicación con ellos y apenas hacía unos días les había escrito diciéndole que estaba muy bien y ni por asomo sugería cualquier enfermedad. Mamá estaba sola en la casa, ya que papá estaba comprando verduras al mayor para expenderlas en el pequeño negocio que tenían. Se me cayeron las alas del corazón ante el panorama que veía. No se observaba abundancia, antes por el contrario, se notaba la escasez. La familia compuesta de la pareja y cinco muchachos en período de pubertad, sobrevivían en la estrechez económica y llegaba yo a causarle una carga extremadamente pesada.
Cuando papá regresó a la casa ya estaba enterado de mi llegada y todavía se notaba la sorpresa y, naturalmente, quería saber los detalles del caso para, conjuntamente conmigo, tomar las decisiones para solventar la situación.
Me encerré con él y le expliqué los pormenores de la enfermedad, el tiempo estimado para mi curación y reingreso a la Escuela Naval, así como la dieta que debía seguir, la prescripción de los medicamentos que había traído conmigo y el control que debía cumplir cada mes, en el Servicio Médico de la Infantería de Marina de Carúpano. Le insistí en que el mejor remedio era el tipo y cantidad de alimentación diaria, el reposo y la tranquilidad. Vino mamá y le resumí lo mismo y de manera conjunta ambos me dijeron que no me preocupara, ya que si esa era la cura ellos actuarían en consecuencia. Me sorprendí por la reacción y la entereza de su decisión y el optimismo que me insuflaron. Finalmente les pedí que como quiera que la gente es muy curiosa y esa llegada inesperada podía dar origen a comentarios y malas interpretaciones y el temor de la gente a las enfermedades pulmonares, debíamos restringir las visitas muy disimuladamente y la respuesta a los que insistieran en conocer qué enfermedad me aquejaba, le dijeran que padecía una gastritis severa que me impedía recibir a ninguna persona.
Sacando fuerzas de su flaqueza, me acomodaron una habitación amplia y aireada, equipada con una cama matrimonial y llamaron a un técnico llamado Ñola para que trajera del campo unos rollos de “camuare”, una fibra especial y que me tejíera con ellos un jergón para mi cama y me organizara una hamaca familiar para que alternara el uso de la cama y de la hamaca. Comenzó desde ese momento el proceso de recuperación. Tenía para entonces 19 años, pesaba 74 Kilos y me sentía bien en todos los aspectos. Yo creo que si no hubiera habido ese chequeo colectivo que descubrió esa bendita mancha pulmonar, con la alimentación se hubiera curado sola, como ha sucedido con tantas personas, pero sucedió así y teníamos que hacerle frente.
Desde el primer día, mamá organizó su plan de alimentación que se iniciaba a las 8 de la mañana cuando yo me despertaba y me cepillaba los dientes, venía mamá con un tazón especial que contenía café con leche de cabra de la casa, batido con un huevo criollo. Después me iba a bañar y afeitar y venía a una sesión de descanso en la hamaca. Aproximadamente a las 9.00 AM me traían el desayuno, que consistía en una arepa con pescado frito, ó un bistec de carne de res, o alternativamente, tortilla ó perico, y remataba con un café con leche o con un toddy.
Como a las 10.30 AM llegaba papá de sus diligencias en el Mercado y me traía una vasija de frutas de la estación, que podían ser: cambur manzano o titiaro, guayabas, anones, mamones, mangos, castañas, nísperos, ciruelas moradas o amarillas, guanábanas o catuches, piñas, patillas o melones, guaiquerucos, tocoperís y en algunas ocasiones, guama verde o peluda. Esas frutas me las lavaban y colocaban en una totuma grande, que se cubría con una tela liviana.
El almuerzo era la comida fuerte del día. Generalmente incluía un hervido, que podía ser de pescado grande: mero, guasa, pargo o cualquier otro de igual categoría, también podía ser de gallina de patio, pollo, pato, res o alimentos similares, siempre acompañados de verdura fresca, arepas o casabe.
La cena era más liviana, con arepas más pequeñas, pescado frito o guisado, bistec, pollo frito, ensalada mixta, de tomate, vainitas, berenjenas, remolachas, zanahorias y otras especialidades gastronómicas que se preparaban de acuerdo a la estación.
Claro que este menú era mucho más variado, porque en las mañanas podía incluirse empanadas, chorizos, morcillas y otras menudencias. A mediodía no era raro que me enviaran mondongo, tartarí de chivos, chucho o raya guisada o en tortillas, preparado de tortuga y una variedad de alimentos que sería largo enumerar y en los espacios vacíos, se compraba en la puerta, torrejas, turrón de coco, majarete, dulce de jobo, chicha, guarapo de caña, dulces de coco, torticas de maní, suspiros, besitos y una variedad de granjerías que allá llamaban “meriendas”. Mamá reforzaba aún más la variedad de comidas, bebidas y alimentos adquiriendo, cuando eventualmente lo traían los pescadores, mejillones, caracoles, langostinos, pulpos y calamares. Eso era un bombardeo de comida, que empecé a subir de peso violentamente y cuando fui donde el médico en Carúpano para el control mensual que me establecieron, había ganado 3 kilos para llegar a 77 y según opinión del médico, de la mancha del pulmón apenas quedaba una sombra, pero que continuara el tratamiento por unos 3 meses más, pero que frenara el pico, redujera la ingesta de grasa, me moviera un poco y durmiera menos horas, sobre todo en el día.
Muy poca gente me visitaba, tenía para leer los libros de texto que me traje, ya que se suponía que superada la situación, rendiría unos exámenes de materia. Como eso me cansaba, papá me consiguió unos viejos libros entre sus amigos, que generalmente eran novelas, totalmente desfasados, pero no habiendo otros, me servían para matar el tiempo, que muchas veces contribuía a causarme depresión y caída de ánimo. Escribía con frecuencia a mis familiares de Caracas, ya que no había teléfono en el pueblo e igualmente recibía correspondencia de los compañeros de la Escuela Naval, quienes me informaban de los asuntos inherentes a nuestra carrera, el recuerdo de muchos de ellos y como esperaban mi retorno.
Continué con mi rutina de reposo y sobrealimentación, pero más comedida, descanso y estudio. Por las cartas que enviaba y recibía, mi primo Luis Beltrán Marval, que había sido designado por ascenso a Administrador de la Oficina de Correos, vino a visitarme y me trajo unos periódicos, revistas y folletos que llegaban a su Oficina y pasaba el tiempo sin reclamarlos.
Con ese material de lectura, cambió el panorama, leía bastante todo el día y mi primo se hizo un visitante habitual, trayéndome nuevos elementos de distracción, incluyendo algunas veces, libros actualizados y con los días intimamos más y como él era, porque ya se murió, una persona ingeniosa y agradable, que me contaba los últimos cuentos y chistes y sobre todo los chismes del pueblo y los comentarios que se tejían por mi presencia.
Ya estábamos a fines de Mayo de 1.949, contaba con 19 años y faltaban dos meses para arribar a los 20. Contaba los días que faltaban para mi reincorporación a la vida rutinaria fuera de Río Caribe. Me tocaba el chequeo mensual en la Infantería de Marina de Carúpano. El médico me examinó y presentándome la placa de la radiografía me dijo que ya estaba restablecido, no había vestigio de la mancha, pero que seguía aumentando de peso llegando en ese día a 80 kilos y él llegaba a dudar que alguna vez yo tuve esa bendita mancha pulmonar, pero como él debía seguir la prescripción del médico de Caracas, me dijo que continuara tomando las cucharadas de Codelasa, descansando bastante, pero comenzara a dar mis paseos por el pueblo y ante mi pregunta si podía bañarme en la playa, que la tenía al frente de la casa, no solamente me dijo que sí, sino que como rutina bajara 3 días a la semana, en horas del mediodía, a la playa, llevando sol por una hora y nadando por una hora más , con intervalos de media hora, sin agitarme. De una vez me fijó un último examen de chequeo para el 15 de Julio y a partir del mes de Agosto podía regresar en Septiembre a la Escuela, ya que en esos meses no habría activad en la Academia, por estar de vacaciones
Mi alegría fue indescriptible, ya que finalmente dejaría de causarle gastos a mis viejos, que intuía se habían endeudado por mi culpa y pensaba resarcirlo al nomás llegar a Caracas. Pero confrontaba el problema de que no tenía ropa, ya que la que traje no me servía y para movilizarme me ponía ropa de papá, que al poco tiempo tampoco y para cubrir esa deficiencia, mamá compró tres trajes de baño anchos y llamó a una costurera para que les pusiera sisas en ambos lados para alcanzar mi talla. Naturalmente, los usaba para estar en la casa y uno de ellos lo usaba para bañarme en la playa.
Estaba contento. Yo de la casa no salía y nadie sabía de mi vida. No tenía comunicación con nadie, salvo con mi primo Luis Beltrán Marval y eso era dentro de mi casa. Ya estábamos a 10 de Junio y desde esa fecha empecé a bajar en la playa. Frente a La Logia estaba la playa, toda de arena y con una mata de clemón en un extremo. A mediodía, los muchachos de la cercanía venían a bañarse y practicar juegos y carreras. Concurrían muy pocas muchachas. Yo bajaba lentamente de mi casa a la playa. Me ubicaba apartado de todos en un recodo con mediana sombra que le daba un barranco pequeño. Allí llevaba sol durante una hora aproximadamente y luego me introducía al agua durante una media hora más. La playa era mansa, pero algunos días se volvía borrascosa, las olas crecían y era peligroso meterse al agua sin saber nadar y sin conocer los secretos del lugar. Cuando había bajado unas 3 veces, me llamó la atención que unas tres docenas de muchachos rodeaban a dos señoritas, que lucían unos tremendos bikinis y que solo podían mojarse con la espuma de las olas, ya que el mar estaba bravo y no era aconsejable desafiar el oleaje. Las dos visitantes estaban rabiosas, debido a que los muchachos se comportaban en forma grosera y falta de respeto con las turistas, impresionados por los bikinis. Como eso ocurría como a 40 metros de donde yo estaba, no me di por aludido y un pescador tuvo que acudir y llamarle la atención a la horda irrespetuosa y alejarlos de las cercanías de los lugares donde se bañaban las turistas.
Cuando consideré que me había asoleado lo suficiente, me paré de la arena y me introduje en el agua por un corto rato y luego me fui a mi casa, sin dirigirle la palabra a las bellas bañistas, ni tomarlas en cuenta.
El cuarto día que bajé a la playa, las turistas se acercaron al sitio donde yo estaba, no sé si fue para buscar protección o porque no había otros adultos tomando sol. Educadamente contesté su saludo y las invité a sentarse en la arena. Mi conversación con ellas versó sobre las características de esa playa, lo peligroso que se torna cuando hay oleaje fuerte y que a ellas le convenía más, bañarse en el sector de la boca, cercano a la desembocadura del río.
Me agradecieron el consejo, pero me dijeron que esa zona no le gustaba, porque los pescadores descargaban en el mar las vísceras de los peces y ensuciaban el agua al lavar sus botes. Me dijeron además que tenían tres semanas en Río Caribe y el pueblo les gustaba mucho, por su gente y por lo bonito que eran sus casas coloniales y sus calles. Seguimos hablando generalidades. Colegí que eran hermanas y que vivían en Caracas. La hermana mayor se mostraba proclive a un acercamiento, en cambio que la menor se mostraba huraña y reacia a mi persona.
La mayor se paró de la arena y atendió al llamado de su hermana para jugar a la pelota con sus paletas. Yo me quedé en el sitio donde estaba desde el principio, me acosté boca arriba y me tapé los ojos con un cartón. Ellas se cansaron del juego y la mayor se acercó de nuevo a mí, mientras que la menor se sentó en la arena, lejos de donde estábamos. Con una sonrisa que le bañaba toda la cara me preguntó quién era yo, que hacía allí y donde vivía. Eludí las preguntas, le di respuestas confusas y no solté prenda sobre mi nombre ni donde vivía. Ya me había informado que estas jóvenes eran cuñadas de un prominente personaje del pueblo y con mayor razón, evité todo contacto que denotara amistad o cercanía. Continuó ella con su conversación y los mal educados muchachos nos rodeaban en una actitud grosera y procaz, que me obligó a alejarlos enérgicamente. El mar estaba mas tranquilo, pero no manso y cuando me paré para bañarme y retirarme a mi casa, la muchacha me pidió por favor que la ayudara a introducirse en el mar, humedecerse el cuerpo y mojarse la cabeza y me agarró del brazo Los muchachos continuaban en su actitud de rodearnos a poca distancia y en las cercanías se fue formando un público adulto, que veía con extrañeza un acto tan inusual y algunos proferían gritos e insinuaban algo indecente. Cuando nos adentramos en la mar, vencida la canal de la orilla, la muchacha se aferró a mí como una lapa, abrazándome fuertemente, para beneplácito del público curioso. Poca a poco la iba metiendo más adentro y con más fuerza me abrazaba. El roce la descompuso un poco, traté de desprenderla para hundirle la cabeza suavemente y ella accedió a ello y por tres veces se hundió en el mar, pero inmediatamente se volvió a abrazar, ahora con más fuerza y en alguno de los escarceos me besó en el cuello. A poco yo respondí de igual forma, continuamos alternativamente a los besos cortados y disimulados, porque yo me metí más adentro y solo se nos veía la cabeza. El abrazo cubrió todo el cuerpo y con las piernas me apretaba hacia ella. Todos los besos eran en el cuello, pero en un determinado momento le voltee la cara hacia el norte, para que no nos vieran los espectadores y le estampé un beso en la boca, que fue respondido con ansiedad y con una toma del cuello.
Ella siguió aferrada a mí, continuamos disimulando el baño hasta que nos cansamos y ya sosegados salimos a la orilla. La dejé con su hermana, que tronaba de rabia y le gritó improperios, hasta que finalmente se alejaron hasta la casa donde dejaron la ropa.
Yo estuve cinco días sin bajar a la playa y tampoco salía a la calle, sobre todo porque mi papá me dijo que no le causara problemas con los parientes de esas jóvenes.
Siguiendo las indicaciones del médico, salía en la mañana por las cercanías del Sector, caminaba hasta la Plaza Sucre y algunas veces seguía hasta la Plaza Bolívar, saludaba algunos conocidos y al poco rato regresaba a la casa. En uno de esos paseos hablé con el sastre Jorgito Blanco y le manifesté mi necesidad de un traje y por lo menos, un pantalón adicional y al respecto me informó que necesitaba 4 metros de tela de lino inglés, que era el que me gustaba y que eso me costaba, con precio de amigo, unos Bs. 80.oo y dado el hecho de que pensaba marcharme el día 15 de Agosto para Caracas, debía darle unos 10 días de tiempo. Le escribí a mi hermana Juanita para que me consiguiera esa plata y con el concurso de ella y mi tía Paela, me mandaron un giro telegráfico por Bs. 120.oo y al cobrarlo le llevé a Jorgito sus Bs. 80.oo, destiné Bs. 10.oo para comprar una camisa, Bs. 7.oo para una media suela a las botas, que ya estaban rotas y dejé Bs. 23 para pagar los pasajes de Río Caribe a Carúpano y desde Maiquetía a Caracas. Cubiertas mis necesidades mas urgentes, me preparé para el viaje de regreso a Caracas, primera etapa para reincorporarme a la Escuela Naval.
Estábamos a 3 de Agosto de 1.949 y me enteré que la muchacha caraqueña aún no sabía mi nombre y aunque venía todos los días a la playa no lograba verme ya que suspendí los baños de mar y solo esperaba que pasaran los días para el retorno. El día 15 de Julio cumplí mis 20 años y fui a la cita pauta con el médico de la Infantería de Marina, quien corroboró que mi estado de salud era muy bueno y podía reingresar sin problema a la Escuela Naval y al efecto, redactó su informe para el Dr. Valdivieso.
En las noches empecé a tener problemas de insomnio. Pasaba las horas haciendo análisis de mi vida. En retrospectiva, dividía el tiempo transcurrido en niñez, pubertad y vida actual. Mi niñez no podía ser más triste. Nunca tuve bicicleta, ni patines, ni Navidad, ni Año Nuevo, Fiesta de Cumpleaños, ni ropa de estreno, ni trompo, ni cometas.
De mi pubertad recuerdo las mismas carencias de mi niñez, pero endulzadas porque que siempre tuve el amparo de mi abuela materna, quien siempre me quiso de manera especial y no me faltaban regalos, recuerdos y la ayuda monetaria. Aunque tuve situaciones malas en Caripito, al fin cambió y terminó bien al lograr trabajar en la industria petrolera, que me garantizó el ingreso económico.
En lo que respecta a mi vida actual, después de muchos avatares y sacrificios, logré mi aspiración de ingresar a la Escuela Naval de Venezuela para lograr mi carrera de Oficial Naval, pero se atravesó esta enfermedad y mi futuro es incierto. No tengo profesión definitiva, no tengo casa a pesar de haber comprado una, tengo deudas, no tengo ropa ni zapatos, no tengo plata ni esperanza de tenerla, no tengo hacienda ni abundancia, no espero herencia ni por la vía paterna ni por la materna, no tengo novia, ni hijos ni esposa, en toda mi familia no hay uno que pueda llamarse pudiente. Estoy solo contra el mundo.
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