Ese acto fue similar al que me habían hecho los cadetes rebeldes en días pasados, pero mucho más fuertes, porque había un número mayor de cadetes y la intensidad de los castigos aumentó sensiblemente. Con la alegría que me embargaba al haber superado todos los escollos sin ayuda de ningún familiar ni de nadie y logrado la Primera Parte de mi deseo tanto tiempo anhelado de ser Oficial de la Marina de Guerra de Venezuela.
Se llevó casi una semana asentarnos en nuestra misión y nos señalaron la rutina a seguir según las normas de la Institución. Debíamos habituarnos a despertarnos apenas sonara el primer timbre a las 5.30 AM. e inmediatamente levantarnos de la litera, correr al baño común, cepillarse la boca y el cabello y volar hasta el locker para cambiarse el piyama por el short, calzarse con los zapatos deportivos y bajar las escaleras en carrera para incorporarse a la formación. Para todo eso teníamos un máximo de 10 minutos.
Una vez formados nos contábamos gritando nuestros números a viva voz y seguidamente el superior del grupo, junto con los otros del mismo rango, se presentaban ante el Oficial de Guardia y rendían su informe. Cuando todo estaba en regla, el Oficial ordenaba a los Brigadieres para que dirigieran los ejercicios físicos de esa hora, que comenzaban con el movimiento combinado de brazos y piernas, que era el calentamiento. Venían luego flexiones de brazos y piernas, saltos de rana, unas 100 flexiones de cuerpo y finalmente una sesión de trote de 15 minutos. Al terminar los ejercicios, el Oficial levantaba la sesión y daba un plazo de 30 minutos para que subiéramos a los baños para un aseo mayor, afeitado de barba, y ducha rápida para luego volver al dormitorio o “sollado” a uniformarnos, calzarnos con botas y bajar corriendo a la formación para asistir al desayuno. Siempre había el conteo a viva voz, la presentación de informes de unos supervisores a otros siguiendo un orden piramidal y de estos al Oficial de Guardia. Había una revisión somera mediante recorrido por las filas, de afeitadas, peinados, zapatos lustrosos, uniformes limpios, llegando a castigar y devolver a los que no aprueben esa revisión. Luego seguíamos al Comedor, dirigidos por los Brigadieres. Era obligatorio el silencio y mover las sillas sin producir ruido. La comida era abundante y nutritiva, supervisada por una Nutricionista. El tiempo para ello era de media hora improrrogable y consistía en avena, huevos, jugos de frutas, pan y café con leche. Claro es que diariamente se alternaban con otros alimentos.
Del desayuno salíamos nuevamente a formación y de allí, ordenadamente a las aulas para comenzar las clases, que se prolongaban hasta las 11.30 AM, solo interrumpidas a las 10.30 para un pequeño refrigerio de jugo, torticas y café.
Naturalmente era la rutina anunciada para la semana siguiente, ya que en los días que faltaban de la semana de ingreso, se dedicarían a los ajustes que se presentaran y a preparar la primera visita de familiares.
El ambiente en la Escuela se tornó pesado. El universo de aspirantes no era homogéneo en sus opiniones. Había muchos estudiantes de cortas edades, no acostumbrados a desprenderse del seno materno, que se sentían insatisfechos y solo esperaban a sus familiares para formalizar la baja. No era fácil adaptarse a la disciplina militar y la humillación a que sometían a los recién llegados. La comida de cuartel no era soportada por un alto porcentaje de los aspirantes. Los castigos injustos y el trato despótico de los superiores no era aceptada. El mismo día de ingreso un maracucho de apellido Montiel saltó una ventana y no se le vio más la cara . Era una situación pesada producto de una mala política militar que consideraba el ingreso a cualquiera Escuela de las Fuerzas Armadas como un privilegio y que los cadetes estaban obligados a soportar todos los vejámenes que se le infringieran.
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