El día siguiente me presenté en la Escuela con mis escasas pertenencias, encontrándome con que la misma estaba casi sola, ya que los cadetes estaban de vacaciones y lo que había era obreros haciendo reparaciones y trabajos de ampliación, debido a que por primera vez la Escuela iba a recibir un número tan alto de aspirantes y hubo que adaptar las instalaciones y equipos para ese acontecimiento.
Solo permanecían en la Escuela unos 15 cadetes de diferentes cursos que esperaban el regreso de las autoridades para determinar si se iban de baja o repetían año, ya que la mayoría estaban aplazados. Estaban castigados por causas disciplinarias y muy pocos, por retiro voluntarios.
Al no tener superiores que los supervisaran, estos cadetes rebeldes hacían de las suyas en la Institución, no cumplían horario, se divertían en la piscina y en el Casino, dormían hasta tarde y en general, estaban de su cuenta, solo refrenados por los Oficiales de Guardia. Cuando yo llegué se alegraron de recibir a una víctima y entonces decidieron hacerme un “bautizo”, tal como estaba programado para los “nuevos”.
Al día siguiente de mi llegada, en horas de la mañana, tres de los sin ley me sometieron a un Consejo de Guerra que empezó con la simulación de un examen médico por uno de ellos y me recetó 5 cucharadas de aceite de ricino, unas gárgaras de limón y unas pastillas purgantes de acción rápida.
De seguidas vino la parte física de subir una cuerda de 8 metros, trote con 4 fusiles al hombro, salto de rana y finalmente lanzamiento del trampolín de la piscina y hundimiento de cabeza hasta que tragara agua. Yo aguanté todo esto con estoicismo, pero me gané un enemigo que me duró todo el tiempo que estuve en la Institución. En efecto, un cadete de apellido Yánez, mofletudo y pesadote era quien más insistía en hundirme en la piscina, pretendiendo ahogarme y cuando yo me lancé , me agarró por los hombros y me hundió en la parte más honda de la alberca. Yo me hice el loco y aguanté que me hundiera, pero al llegar a la parte más profunda, me fui al fondo, que tenía 4 metros, pero me lo llevé conmigo agarrándole por los pies y me quedé abajo aguantando la respiración, como hacía en la playa de Río Caribe y cuando transcurrieron dos minutos aproximadamente, el hombre empezó a patalear para que lo soltara, pero yo me mantuve firme y solo lo aflojé cuando calculé que había tragado bastante liquido. Hubo que sacarlo y ponerlo boca abajo para que botara el agua. El hombre se declaró mi enemigo y como él era cadete de tercer año, por cualquier cosa me imponía un castigo severo. Después de la piscina me mandaron a la Barbería y me dejaron pelón completamente..
A partir de esa fecha, yo me convertí en uno de ellos y como el cadete de mayor antigüedad era el carupanero Humberto Angrisano, yo era su ayudante de campo y lo acompañaba en sus correrías. incluyendo en incursiones a la bodega de la cocina para rapiñar potes de dulces de durazno, manzanas y otras frutas, debiendo comerlas en su totalidad para no dejar huellas. Así pasó el tiempo, hasta llegar a la fecha señalada para el ingreso general.
Ese 4 de Octubre de 1.948 fue un día de gran actividad en el Instituto, dándole los toques finales para recibir los aspirantes, quienes venían, en su mayoría, acompañados por sus padres, quienes querían ver su ingreso y como los incorporaban al batallón de cadetes. Eran 150 aspirantes, pero los acompañantes triplicaban con creces esa cantidad, pero como la capacidad del patio de formación era insuficiente para recibir a tantas personas, no se permitió la entrada de los familiares, quienes coparon la calle Los Baños y durante varias horas se oían los llamados de atención a los hijos para despedirse de ellos y lanzarle besos y mensajes. Como en el grupo abundaban los participantes de 15 ó 16 años, que nunca habían salido de sus casas y se cobijaban con los padres, el estallido de llantos de madres e hijos era lastimero y a las 2 de la tarde se cerraron las puertas y comenzó para nosotros una nueva vida, con sus alegrías y sinsabores.
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